Gerardo (cuento)


Gerardo despertó sobresaltado por un estruendo de cacharros en la cocina. Somnoliento, sólo adivinó la silueta de una gaviota que se precipitaba al vacío. Había olvidado la ventana abierta y una lubina fresca sobre la encimera.

Como de costumbre, salió al balcón para sentir la suave brisa matutina. Sin embargo, su vista desde la vigésimo segunda planta no dejaba de trastornarlo cada mañana: cientos de decrépitos edificios se levantaban delante de él, carcomidos por la desidia del desamparo y el salitre, formando un tupido velo que apenas le dejaba ver lo que denominaban “el Viejo Mar”. Y es que, como ya sabréis, a mitad de siglo durante los años de las Grandes Catástrofes, el nivel del mar comenzó a subir desproporcionadamente, engullendo sin control todos los litorales del planeta. Valencia no fue una excepción, y mientras las aguas devoraban la Albufera, los habitantes de los poblados marítimos (y gran parte de los del interior) fueron desalojados y se establecieron en monstruosas urbes que se improvisaron tierra adentro.

Gerardo se apiadaba de ellos, pues sentía cercana su desdicha de verse obligados a abandonar sus casas. Él mismo, muchos años atrás, tuvo que dejar su casita y sus tierras, unas cuantas hanegadas de l’Horta Nord, y lo que es aún peor, tuvo que dejar aparcado aquello hacia lo que se inclinaba verdaderamente su corazón: el diligente cultivo de la tierra y el amor por todo lo que crece. Un día recibió una carta de la Administración y a partir de entonces los acontecimientos se sucedieron muy aprisa. Antes de poder entender lo que pasaba, se encontró realojado en lo más alto de la más alta torre del barrio de Benimaclet, según decían para disfrutar de una mejor calidad de vida. Se sentía impotente y engañado, y jamás llegó a comprender que su huerta y las colindantes fueran sustituidas, precisamente, por el gran complejo de ocio “Huertanópolis”.

Como cada mañana, el viejo bajó a la calle, triste y desierta como de costumbre. Se acercó al almacén que él mismo había adecentado en un antiguo bazar, donde aún colgaba el rótulo de “tienda de ultramarinos”. No sin esfuerzo, consiguió levantar la cancela y sacar el pequeño bote que transportó sobre un ingenioso artilugio hasta el Dique. No quedaba muy lejos esta titánica obra de ingeniería que el Ministerio de Cemento construyó, de manera algo precipitada, sobre el trazado de un obsoleto bulevar periférico. Conocía el camino de memoria, y enseguida se encontró sobre él, divisando bajo el sol naciente la silueta de las construcciones que parecían emerger de las aguas como para coger aire.

Remó sin prisa, disfrutando de la apacible jornada primaveral, mientras daba suaves bocanadas a la pipa que un día heredó de su padre. De él había aprendido todo lo que sabía sobre el trabajo del campo, si bien es cierto que aspiraba a que su hijo pudiera conocer una vida con menores dificultades. A menudo le decía: “espero que algún día puedas ir a la universidad”. Gerardo recordaba esas palabras cada una de las veces que se adentraba con su bote en las aguas que sepultaban las ruinas de lo que en tiempos fuera la Universidad Politécnica de Valencia. “¡Qué ironías del destino!”, pensaba para sus adentros alzando la vista hacia el cielo despejado.

Surcó el agua mansa del amanecer al abrigo de ajadas estructuras flotantes que pocos se atrevían a visitar. Esas mismas supercherías populares le habían permitido mantener en secreto su más valioso tesoro, escondido en lo alto de la antigua biblioteca universitaria. Amarró la pequeña embarcación a los restos de una escalera exterior y ascendió por un camino que sólo él conocía. Al poner un pie en la cubierta, el sol iluminó su sonrisa y rejuveneció su rostro.

Ante él se esparcía alegre un auténtico vergel de flores y hortalizas. Las tomateras trepaban aferrándose a las cañas, los pepinos reptaban entre hierbabuena y romero, los ramos de calabacín estallaban por doquier entre brotes de rúcula y albahaca, y multitud de otras hierbas salpicaban la tierra que Gerardo había estado trayendo con grandes dosis de paciencia e ilusión. Recogió algo de agua de la cisterna que él mismo construyó y fue regando y mimando cada una de las plantas, incluso las “malas hierbas”, a las que prefería referirse como “hierbas espontáneas”: todas las plantas tenían su hueco en éste su paraíso particular. Y así parecían agradecérselo, retribuyéndole con generosos frutos, de los que escaseaban de veras en esos días. Recolectó aquellos que juzgó oportuno y regresó al bote, no sin antes volver la vista atrás para despedirse de su querido huerto.

Mientras remaba de vuelta, divisó el perfil de una barquita que se deslizaba suavemente y se apresuró a salir a su encuentro. Tenía que ser Julián, el marinero, pues reconocería su sombrero a la legua. No se llevaban precisamente bien, ambos eran viejos testarudos, pero habían aprendido a respetarse y a sacar partido el uno del otro las veces que se encontraban. Julián también escondía por alguna parte su tesoro particular, y se sabía que había acondicionado algunas aulas como modestas piscifactorías. Así es que intercambiaron un par de lechugas y un puñado de pimientos por unas pocas lubinas y una merluza, como se hiciera antaño.

Se despidieron con gesto afable, contentos con la cena que les esperaba a cada uno. Pero poco antes de alcanzar el Dique, Gerardo escuchó un aleteo tras de sí, y al girarse se encontró con la gaviota posada en el canto del bote, atraída por el irresistible olor a pescado. Le turbó su extraña mirada, insistente, abrió el pico, pero en lugar de un graznido emitió un sonido más cercano al ladrido.

Gerardo despertó entonces sobresaltado por el alboroto de los aullidos del patio. Desubicado y confuso, acertó a distinguir la sombra de un gato que escapaba trepando por la buganvilla. Había olvidado la ventana abierta y una lubina fresca sobre la encimera.

Tal como acostumbraba, se lavó la cara en la misma pila de la cocina y observó con regocijo las plantas del huerto que despertaban tras el baño del rocío del alba. Exprimió unas naranjas, preparó el café y saboreó la primera pipa mientras se calzaba las botas. Agarró la azada, se colocó el sombrero. Ya se disponía a comenzar una nueva jornada, pero algo le detuvo al abrir la puerta. Había una carta en el umbral. La levantó frente a sus ojos y leyó la inscripción del sobre que aparecía bajo el sello municipal: “Orden de Desahucio”.
Huerto Valencia
foto: Manuel Mateo Lajarín

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