Camino de la Habana

(este es un extracto del libro "CUbADERNO, un recorrido insólito por el oriente cubano", más info aquí)

El viaje comienza en el mismo Camagüey con la eterna luchita de conseguir un pasaje. Contaré con algo más de detalle esta parte, pues me parece especialmente ilustrativa de lo que es viajar en Cuba con Astro, la empresa nacional de transporte interurbano en guagua en moneda nacional.

Con tres meses de antelación se ponen a la venta los pasajes y uno puede comprarlos mientras no se hayan vendido todos. Pero si uno decide viajar con poco tiempo de antelación, que es lo más usual, los billetes ya estarán vendidos y no queda más remedio que acercarse a una terminal para anotarse en la inevitable lista de espera.

Así que me acerco a la estación y con mi “Carné de Identidad para Extranjeros de Residencia Temporal” me apunto para la Habana y recibo el número 159. “¿Por qué número van?” “Por el 75”. Esto va para rato.

Entonces sólo queda esperar que alguna guagua que salga de Camagüey o cualquier otra de tránsito con el mismo destino arribe a la estación. Suerte que casi todas van para la Habana y muy poquitas para Santiago de Cuba. Cada vez que llega un autobús para la Habana, la señorita (siempre son mujeres) de la pecera agarra el micrófono: “El ómnibus número no sé qué proveniente de no sé dónde con destino Habana ha hecho su entrada en la terminal”. No ha terminado la frase cuando ya nos agolpamos una muchedumbre frente al cristal de la pecera. Entonces, si la guagua sale de Camagüey, hay que ver cuántas personas que compraron su pasaje con antelación no se presentaron, y si viene de paso, cuántas plazas vacías lleva. “Son 7 gentes”. Eso hace 82.

A ver si me voy esta noche.

Y así sucesivamente con dos, tres, cuatro y cinco guaguas que van pasando delante de mis narices. Las eternas horas de espera pueden resumirse fácilmente en una pizza, un pan con jamón y queso, un pastel de mantequilla, una tableta de maní, cinco refrescos de a peso y media cajetilla de cigarros criollos. Un "ahorita llega", vaya.

Entonces me dan un papelito con el que pago en la ventanilla de al lado y me otorgan el merecido ticket. La historia de este ticket también tiene su guasa: primero se le enseña al guarda para acceder al edificio donde aparcan las guaguas, luego al salir por detrás para que te digan cuál es tu autobús, después al que gestiona el maletero para etiquetar tu equipaje, luego al chófer para que te de tu plaza y finalmente, con la guagua ya en marcha, uno de los conductores se pasea para revisar y rasgar cada uno de los tickets, no sé muy bien para qué.

En la cola de la guagua un hombre está algo alterado, porque quiere sentarse junto a su mujer y le dieron un número equivocado. Entonces comienza una discusión en la que todo el mundo opina. Que si te cedo mi plaza, que si aquel se cambia aquí y el otro allá, que no, que yo quiero ventanilla, que es que los últimos asientos son una mierda...

Los pasajeros de la parte de atrás están todos de pie y empiezan a intercambiar su plaza como jugando a lo de las sillas musicales hasta que alguien cede y todos en paz. Finalmente yo me quedo con la plaza que me tocaba, la última y más incomoda de todas, en un asiento no reclinable y con las rodillas encajonadas mientras un chorro de aire frío cae sin clemencia sobre mi cabeza.

Nueve horas más tarde, resfriado y con una tortícolis de caballo, llego por fin a la Habana. Gracias Astro.


Almendrón, la Habana Cuba
foto: Manuel Mateo Lajarín

Desorientado por la inmensidad de la urbe y con una dirección anotada en un papelito como única guía, me dirijo a casa de Eva y Germán. Allá me acogen con los brazos abiertos como si nos conociéramos de toda la vida y me reencuentro con Olga y Jaime, que en un par de días vuelan a España a pasar las navidades. Es una casita acogedora y cuidada con cariño, pequeñita y sin puertas, que se encuentra en el mismísimo epicentro de la vida habanera, en el barrio del Vedado, muy cerquita de Rampa y de la célebre heladería Coppelia, cercada por una cola permanente.

Me dirijo a por un transporte para la llamada Habana Vieja. La guagua sigue siendo barata, pero cuesta el doble que en Santiago. Y es que desde que llegué, me he ido sintiendo extraño y confuso, y no sabía muy bien por qué. Reflexionando, caí en la cuenta de que estaba conociendo esta fantástica ciudad de un modo nada convencional.

Mientras todos los visitantes que conocen Cuba aterrizan acá, conocen la capital, y luego, si acaso, algo del resto de la isla como las playas o los cayos, yo aterricé en Santiago y en estos últimos tres meses deambulé únicamente por los pueblos del Oriente de Cuba. El choque es entonces bastante brusco, pues las diferencias son notables entre la Habana y el resto de la isla. A pesar de seguir siendo Cuba, me sentía un poco como guajiro en la ciudad, abrumado por lo desproporcionado de las distancias, la imponente altura de algunos edificios o la intensidad del tráfico. Según pasaban los días iba descubriendo otras cosas, como una manifiesta influencia cultural extranjera (especialmente en los más jóvenes), una diferencia de precios (más caros acá, por supuesto), o la existencia apreciable de una mayor clase social acomodada y de ambientes elitistas.


Y es que pensándolo un poco, sin conocer los datos concretos, la gran mayoría de las divisas tiene que entrar a la isla por la capital, que para eso es la capital. Y también algo tendrán que ver las remesas de parientes que entran desde el extranjero, o el contacto cotidiano con los turistas y “su moneda fuerte”.

El turismo, ¡ay, el turismo! Es que este es un tema bien controvertido que merece ser tratado con mayor extensión y rigor. Sin embargo no evitaré exponer unas pocas líneas al respecto.

Fue durante los difíciles años de los '90 cuando el Gobierno cubano comenzó a orientar la economía del país al desarrollo del turismo como actividad prioritaria para generar riqueza. Desde entonces han proliferado hoteles, ressorts y ciudades sólo para turistas, que acaban por colocar al extranjero en el polo opuesto de la cruda realidad cubana, depositándolo en un mundo imaginario y falso que genera una imagen de Cuba cruelmente distorsionada (que por cierto es la que se exporta y se vulgariza en el exterior). Es un juego verdaderamente malvado, “de doble moral y de doble moneda”, que contamina en muchos casos las relaciones humanas y que además fomenta actividades complejas como el jineterismo o la prostitución.

Reflexionando así, me dejo llevar por la Habana Vieja, sin prisa, vagando por las calles, sin museos ni palacios, deteniéndome en los detalles de esas fachadas carcomidas por la desidia del tiempo y observando los quehaceres de habaneros y turistas. 

fotos: Manuel Mateo Lajarín


Aunque se hace patente la encomiable labor del historiador-arquitecto Eusebio Leal, la operación de restauración debería ser titánica y el tiempo pasa cada vez más deprisa en detrimento de una ciudad cuyo reloj parece haberse detenido bruscamente algún día de 1959.

La “ciudad de las mil columnas” que denominó Alejo Carpentier, mestiza del Nuevo Mundo, es (o fue) un prodigio de arquitectura colonial, derroche de barroco y neoclasicismo. Roída por los alisios marinos, quebrantada por los ciclones y estancada en un pasado remoto, la Habana es una ciudad decadente que está muriéndose de desilusión. Habana de habanidades, la habana deshabanada:

“Habana, Habana,/ si bastara una canción/ para devolverte todo/ lo que el tiempo te quitó/ […] Y los años van pasando/ y miramos con dolor/ cómo se va derrumbando/ cada muro de ilusión”, canta el célebre trovador Carlos Varela.

La ciudad está estos días patas arriba porque tengo la suerte de coincidir uno de los más esperados eventos anuales, el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano. Por muy poquito dinero, un par de pesos cubanos, uno puede disfrutar de un ratico de buen cine. Eso sí, según avanza el festival, el rumor de qué película merece más la pena se propaga raudo y cuando quieras ir a verla habrá que soportar colas que rodean cuadras.

Por suerte, hay muchos locales, pases y películas, y los cines son verdaderos anfiteatros, de una única sala, con aforo para unas 700 personas, donde se proyecta cinta tras cinta sin descanso durante todo el día. A pesar de que el grueso de películas son latinoamericanas, hay muchos cubanos que aprovechan la ocasión para disfrutar de la muestra de filmes de todo el mundo que se preestrenan durante el evento, algunas de ellas firmadas por reputados cineastas.

En el acto de clausura pude saber que uno de los trabajos más laureados, y premio del público, fue la película argentina protagonizada por Ricardo Darín, “El secreto de sus ojos”. No la vi, pero si tuviera que elegir, me quedaría con “Antichrist”, el último trabajo de Lars Von Trier: ver esa película recién levantado, en el Riviera, a dos palmos de la pantalla, es una experiencia bastante sobrecogedora, que penetra en ti, te sacude y te deja aturdido para el resto de la jornada.

Aprovecho también para ir con Jaime y Olga a visitar y conocer a Mavis, una anciana de ojos vividos, sabios incluso, y una sonrisa permanente que nos acoge con cariño en su casita. Meciéndonos en los balances de su porche entre traguitos de ron voy descubriendo a una persona luchadora y vital crecida de la mano de la Revolución cubana.

Nacida en Palma Soriano a los pies de la Sierra Maestra, combatió junto al ejército rebelde, y tras el triunfo, contribuyó a la creación de la Asociación Nacional de Agricultores Pequeños y del Instituto Nacional de la Reforma Agraria, las dos principales instituciones que trataron de empoderar y dignificar el mundo campesino. “¿Entonces conociste al Ché y a Fidel?”, pregunta Jaime. “¡Claro, carajo! ¡Pero si andábamos metidos todos en los mismos líos!”, le replica ella.

Malecón y manisero, la Habana, Cuba
fotos: Manuel Mateo Lajarín

Jaime vuelve a casa por navidad, pero no sin antes ceder el testigo a tres mejicanitos del DF, amigos de amigos de Eva y Germán, con los que voy a compartir casa y aventuras en los próximos días. Es su primera vez en Cuba y andan un poco desorientados, así que me los llevo de paseo a hacer de guía por un país que no es el mío y por una ciudad que desconozco. Así, con todo el descaro.

Felizmente, coincidimos en el espíritu del viaje y de nuestra estancia en la Habana. Preferimos tomárnoslo con calma, pues tenemos la suerte de convivir unos días con unos amigos habaneros. Así que es mejor dejarse tiempo para conversar, para hacer vida de barrio o para asistir a la obra de teatro de nuestros anfitriones.

Rumbo al centro, nos montamos en una guagua que está en candela con tanto personal. Desde la puerta alguien vocifera “¡Vamos, vamos! ¡Pasen pal centro! ¡Pasen y apriétense, que con ropa no hay roce con malicia!”.

Por Centro Habana observo y me divierto con los carteles pintados a mano que cuelgan de algunas puertas. “No vendemos refrigerador, ni sabemos, así que no moleste”, dice uno. Delante de otra puerta de garaje el dueño escribió a modo de sentencia un “NO PARQUEO. Respeta mi entrada y yo respetaré tu auto”, para que quedara claro. Y dentro de una peluquería: “no cortamos el pelo si cabeza sucia”, ¡así que lavadita de casa, compañero!

Pasamos junto a esa mole que es el Capitolio, réplica exacta del de Washington. Bueno, salvo una ligera diferencia: los habaneros dicen que la cúpula del suyo es 3 cm mayor, sólo por joder.

Se empeñan en probar un mojito (¡venga, a agotar estereotipos de llegada!) pero no acabamos por decidirnos por ningún sitio, por lo que parece que seguiré sin probar el socorrido coctel caribeño. De hecho en todos estos meses, el único alcohol fuerte ha sido siempre ron baratito, sólo y sin hielo, a traguitos de la botella compartida. O sino el casero, el que llaman "chispa tren" o "bájate el blúmer", que es pura gasolina, y que se compra en alguna tienda escondida o casa particular. ¡Ay mamita, puro veneno!

Además estos mexicanitos son entusiastas bebedores. Acabado el tequila, nos pasamos a la Guayabita, que es ron bastante aceptable. Pero cuando me los encuentro pidiendo Bucanero MAX les recomiendo que den marcha atrás, que mezclar con esa cerveza es un suicidio etílico instantáneo. Pero no logro convencerlos y acabamos acabados, errando alegres por un Malecón interminable, tratando de desanudar la lengua en interminables conversaciones con los personajes y grupúsculos que salpican el paseo. 

Malecón, habana cuba
foto: Manuel Mateo Lajarín

Y es que sin duda, si tuviera que elegir, me quedaría con el encanto de este lugar. Lugar de reflexiones, de fiesta, de encuentro, de ensueño, el Malecón es simplemente un lugar de vida. La gente pesca, duerme, toca la guitarra, sueña con el extranjero conversa, se reúne, trafica, se emborracha, o se abraza. Y siempre, siempre, vuelve.

Comentarios

  1. Enormemente visual tú relató. Se perciben hasta los sonidos y olores. Como si se estuviera allí. ¿quién pudiera? Gracias por llevarnos casi.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. ¡Wow! Qué bonitas palabras las tuyas Miguel Ángel, gracias a ti por compartirlas. ¿Quién pudiera? ¡Quién pudiera regresar! ¡Muchísimas ganas de regresar a esta isla mágica!

      Eliminar

Publicar un comentario

Entradas populares